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multiculturalismo y diversidad

Mucho es lo que hoy se habla de multiculturalismo, y mucha es también la confusión.
Un debate en el que se cruzan la inmigración, la diversidad cultural y hasta la posibilidad de la desmembración de las sociedades.

El término multiculturalismo es usado permanentemente en los ámbitos políticos, académicos y también sociales. Y la licencia conceptual que se ha permitido la mayoría de los usuarios ha sido tal que su sentido se ha ido redefiniendo y readaptando en función de la ideología propia de cada enunciante.

Por ello, lo primero que hay que hacer es poner un poco de orden entre tantas voces (algunas hasta parecen gritos) y fijar una base a partir de la cual, sí, poder adentrarse en el análisis del tema.
Una de las situaciones más comunes es la de entender multiculturalismo como sinónimo de pluralismo cuando, en rigor, no son términos equivalentes.

Como señala el pensador italiano Giovanni Sartori «pluralismo y multiculturalismo son concepciones antitéticas que se niegan la una a la otra». Y sostiene que es un error considerar la idea sostenida por algunos de que el pluralismo encuentra una continuación y su ampliación en el multiculturalismo, puesto que éste es, en realidad, «una política que promueve las diferencias étnicas y culturales».

Si bien son muchos los que no hacen distinción alguna entre ambos conceptos, la definición de Sartori se tendrá aquí como punto referencial en el estudio de la cuestión.
Atención: el hecho de que se tome esta apreciación de Sartori como punto de partida no significa, ni mucho menos, que se coincida con la totalidad de lo que el intelectual italiano piensa, dice y escribe acerca de las sociedades multiculturales.

DIFERENCIAS

Dejando a un lado, de momento, las precisiones teóricas, se puede coincidir en líneas generales en que la idea de sociedades multiculturales hace referencia a sociedades heterogéneas cultural, nacional y étnicamente.
En definitiva, sociedades en las que conviven personas de etnias, razas, culturas y nacionalidades diferentes.
Ésta es, pues, la clave de todo el asunto, el punto a partir del cual las opiniones difieren y se contraponen.

De un lado están quienes consideran como un hecho positivo tal heterogeneidad y, del otro, los que piensan que se deben aplicar limitaciones para que la mezcla se reduzca al máximo posible.
En su polémico libro La Sociedad Multiétnica, Sartori aborda el tema diciendo que una buena sociedad no debe ser cerrada, y de inmediato se pregunta:

«¿Hasta qué punto debe ser abierta una sociedad abierta?

Se entiende, abierta sin autodestruirse como sociedad, sin explotar o implosionar. Y, por supuesto, por sociedad abierta no se entiende una sociedad sin fronteras.»
¿Qué criterios seguir, entonces, para saber hasta qué punto puede abrirse una sociedad?
Sartori propone el pluralismo como concepto-marco desde el cual considerar toda arista de esta temática.

PLURALISMO CONTRA MULTICULTURALISMO

Ante tanta insistencia en el pluralismo por parte de Sartori vale la pena observar qué es lo que entiende por ello.
Dice: «Históricamente la idea de pluralismo está implícita en el desarrollo del concepto de tolerancia [...].
Se comprende que tolerancia y pluralismo son conceptos distintos, pero también es fácil entender que están intrínsecamente conectados [...].
La diferencia está en que la tolerancia respeta valores ajenos, mientras que el pluralismo afirma un valor propio».
Y añade que -y aquí radica el sentido total que le otorga al concepto- «el pluralismo afirma que la diversidad y el disenso son valores que enriquecen al individuo y también a su ciudad política».

Está claro entonces que Sartori no sólo no se opone a las diversidades étnico-culturales en las sociedades, sino que reivindica el pluralismo como la manera óptima para lograr que esas diversidades no se vean forzadamente alteradas y puedan coexistir y convivir armoniosamente.

Es en este punto donde difiere radicalmente con los multiculturalistas.
Aunque no niega que éstos puedan a veces estar movidos por buenas intenciones, los acusa de ser creadores de diferencias en las sociedades, ya que insisten en hacer visibles e intensificar las diferencias de quienes las integran y que, con ello, llegan incluso a multiplicarlas.


Lo cual, considera, sólo conseguirá que a la larga el proyecto multicultural desemboque en un sistema de tribu, en una balcanización que implicará «el desmembramiento de la comunidad política en subgrupos de comunidades cerradas y homogéneas».


No se puede negar que los augurios de Sartori tienen cierto tufillo apocalíptico. No hay nada que certifique que inevitablemente las cosas vayan a terminar así si se sigue el rumbo marcado por los multiculturalistas.

Aunque también es cierto que si se contrastan con las historias y experiencia de países verdaderamente multiculturales como la antigua Yugoslavia, India, Irak o Irlanda, por citar a unos pocos, con sus conocidas tragedias políticas, los dichos de Sartori cobran una dimensión mucho más realista y a tene, al menos, en consideración.
En similar sintonía se expresa Julio Carabaña, catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, quien sostiene que «las sociedades políticas deberían constituirse por la integración de culturas, entendiendo por integración un estado que supera las tendencias contrarias a la asimilación y a la segregación de las comunidades culturales».

Carabaña expone así, con acierto, los extremos a los que no se deben llegar y con ello apunta el equilibrio que sí debe ser procurado.
Por decirlo en otras palabras: no sería justo ni ético ni conveniente para ninguna sociedad, promover la asimilación forzosa de las minorías, sean éstas étnicas, culturales o nacionales, a la clase mayoritaria.

Cada minoría, cada grupo, tiene derecho a conservar las prácticas étnico-culturales que deseen, siempre y cuando no estén en conflicto directo con las de los demás ni afecten a quienes no comparten esas prácticas y características.
Es obvio que este derecho se les debe ser reconocido aunque también lo es que ello no implica que deban estar obligados a permanecer en la diferenciación absoluta, ni tampoco que se les niegue la posibilidad de asimilar valores, prácticas y características propias de otros grupos.

RIZAR EL RIZO

Para poder analizar todo esto con situaciones más concretas hay que atender a lo que ocurre con los inmigrantes, cuya creciente presencia en los países desarrollados es la verdadera razón de tanto debate y polémica acerca del multiculturalismo.
Que al inmigrado se le permita mantener lo que define su identidad (con las excepciones lógicas de las prácticas y costumbres que vayan en contra de lo establecido, sobre todo de las leyes, en el país de acogida) no es algo que deba admitirse, sino que es obligatorio, desde lo ético, otorgar ese derecho.

Pero tanto reclamo en ese sentido lleva en algunos casos a situaciones contraproducentes.
Es lo que ocurre con los multiculturalistas, al menos con los más acérrimos.

Lo que éstos pretenden es que los inmigrantes se constituyan en comunidades claramente definidas por su condición de origen, y que recién a partir de ahí, y sin abandonar su pertenencia a la comunidad, se relacionen con el resto de la sociedad.

No se puede decir que a los multiculturalistas no los animan buenas intenciones ni que sus exigencias no tengan por objetivo más que facilitarles las cosas a los inmigrantes.
Sin embargo con eso no siempre basta y hasta puede tener consecuencias no deseadas.
Tanto insistir con las diferencias se puede tornar rápidamente un arma de doble filo y terminar propiciando lo que en principio se busca evitar.
Como indica el profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Pompeu Fabra, Ricard Zapata-Barbero, lo que hay que evitar «es que la cultura y la procedencia nacional se conviertan en distinción social, en nuevas formas de exclusión».

Es decir, conseguir que el multiculturalismo no se convierta «en una nueva fuente de desigualdad social», aunque ésa parece ser su tendencia actual.
En tanto, Carabaña considera que la insistencia en agrupar a los inmigrantes en comunidades diferenciadas esconde, en realidad, «un paternalismo de otro signo.
Seguimos siendo superiores, sólo que ahora en vez de civilizarlos, los conservamos».
Y advierte que esa perpetuación política del nosotros y del ellos, y la innecesaria construcción de comunidades «es una aventura más bien irresponsable a la luz de la experiencia de los países originalmente multiculturales».

artículo de Lucio Latorre

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